EL CRIMEN CASI PERFECTO Roberto Arlt.
La coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no
habían mentido. El mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta
las doce de la noche (la señora Stevens se suicidó entre siete y diez de la
noche) detenido en una comisaría por su participación imprudente en una
accidente de tránsito. El segundo hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo
de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve del
siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un
momento del laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba
adjunto a la sección de dosificación de mantecas en las cremas.
Lo más curioso de caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida
para festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de
traslucir su intención funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos de
la tarde, los hombres se retiraron.
Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que
servía hacía muchos años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del
departamento, a las siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que
recibió de la señora Stevens fue que le enviara por el portero un diario de la
tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el portero le entregó a la
señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta siguió antes de
matarse se presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las
libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas de su contabilidad
doméstica, porque las libretas se encontraban sobre la mesa del comedor con
algunos gastos del día subrayados; luego se sirvió un vaso de agua con whisky,
y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio gramo de cianuro de potasio. A
continuación se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir
trató de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra. El periódico fue hallado
entre sus dedos tremendamente contraídos.
Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas
pacíficamente en el interior del departamento pero, como se puede apreciar,
este proceso de suicidio esta cargado de absurdos psicológicos. Ninguno de los
funcionarios que intervinimos en la investigación podíamos aceptar
congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado. Sin embargo,
únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no
contenía veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía presumirse
que el veneno había sido depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero
el vaso utilizado por la suicida había sido retirado de un anaquel donde
se hallaba una docena de vasos del mismo estilo; de manera que el presunto
asesino no podía saber se la Stevens iba a utilizar éste o aquél. La oficina
policial de química nos informó que ninguno de los vasos contenía veneno
adherido a sus paredes.
El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las
llamaba yo, nos inclinaban a aceptar que la viuda se había quitado la vida por
su propia mano, pero la evidencia de que ella estaba distraída leyendo un
periódico cuando la sorprendió la muerte transformaba en disparatada la prueba
mecánica del suicidio.
Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis
superiores para continuar ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro
gabinete de análisis, no cabía dudas. Únicamente en el vaso, donde la señora
Stevens había bebido, se encontraba veneno. El agua y el whisky de las botellas
eran completamente inofensivos. Por otra parte, la declaración del portero era
terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó
el periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones
superficiales, hubiera cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado,
mis superiores no hubiesen podido objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar
el sumario significaba confesarme fracasado. La señora Stevens había sido asesinada,
y había un indicio que lo comprobaba:¿ dónde se hallaba el envase que contenía
el veneno antes de que ella lo arrojara en su bebida?
Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir
la caja, el sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba
extraordinariamente sugestivo. Además había otro: los hermanos de la muerta
eran tres bribones.
Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron
de sus padres. Actualmente sus medios de vida no eran del todo satisfactorios.
Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su
conducta resultó más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un
chantaje. Esteban era corredor de seguros y había asegurado a su hermana en una
gruesa suma a su favor,; en cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario , pero
estaba descalificado por la Justicia e inhabilitado para ejercer su profesión,
convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de hambre ingresó en la
industria lechera, se ocupaba de los análisis.
Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado
tres veces. El día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer
extraordinariamente conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello
totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa
alegremente y con puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa
estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel
“accidente” la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese
carácter era capaz de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte
beneficiaba a cada uno de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos.
La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en
las labores groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al
verse engranada en un procedimiento judicial.
El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de
la mañana, hora en que ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas
estaban aseguradas por dentro con cadenas de acero, llamó en su auxilio al
encargado de la casa. A las once de la mañana, como creo haber dicho
anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de
análisis, a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación que quedaba
detenida la sirvienta, con una idea brincando en el magín: ¿y si alguien había
entrado en el departamento de la viuda rompiendo un vidrio de la ventana y
colocando otro después que volcó el veneno en el vaso? Era una fantasía
de novela policial,. pero convenía verificar la hipótesis.
Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada
: la masilla solidificada no revelaba mudanza alguna.
Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba
(diré una enormidad) no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en
presencia de un asesino sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos que
había utilizado un recurso simple y complicado, pero imposible de presumir en
la nitidez de aquel vacío.
Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en
mis conjeturas, que yo. que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente
pedí un whisky. ¿Cuánto tiempo permaneció elwhisky
servido frente a mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos vieron el vaso de
whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo. Atónito quedé
mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad, llamé al
camarero, le pagué la bebida que no había tomado, subí apresuradamente a un
automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis daba grandes
saltos en mi cerebro. Entré en la habitación donde estaba detenida, me senté
frente a ella y le dije:
- Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba
el whisky con hielo o sin hielo?
-Con hielo, señor.
-¿Dónde compraba el hielo?
- No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en
pancitos. - Y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez.-
.-Ahora que me acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo,
estaba descompuesta. Él se encargó de arreglarla en un momento.
Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida el químico
de nuestra oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba
en el depósito congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El químico
inició la operación destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos
minutos pudo manifestarnos:
- El agua está envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua
envenenada.
Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado.
Ahora era un juego reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el
fusible de la heladera (defecto que localizó el técnico) arrojó en el depósito
congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que
aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito
de hielo (lo cual explicaba que el palto con hielo disuelto se encontrara sobre
la mesa), el cual, al desleírse en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido
a su alta concentración. Sin imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio,
la señora Stevens se puso a leer el periódico, hasta que juzgando el whisky
suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.
No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en
su casa. Ignoraban dónde se encontraba. Del laboratorio donde trabajaba
nos informaron que llegaría a las diez de la noche.
A las once, yo, mi superior y el juez nos presentamos en el laboratorio de la
Erpa. El doctor Pablo, en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo
como si quisiera anatemizar nuestras investigaciones, abrió la boca y se desplomó
inerte junto a la mesa de mármol. Lo había muerto de un síncope. En su armario
se encontraba un frasco de veneno. Fue el asesino más ingenioso que conocí.